Sudor en la frente

AQUEL VERANO de 1971 se presentaba largo y ocioso y, por eso, le pedí a mi padre que me buscara trabajo. Él era reacio, pero accedió a mi demanda. Yo tenía entonces 16 años. Todavía conservo la cartilla de la Seguridad Social que me hizo Agromán, que construía entonces una fábrica del polígono industrial de Villalonquejar en Burgos. Mi tarea consistía en abastecer de agua a los albañiles, ferrallistas y peones de la obra, ya que no había nada potable en el lugar. Tenía que desplazarme tres kilómetros hasta la fuente del pueblo con un carretilla en la que transportaba tres garrafones de vidrio de unos 30 litros cada uno. Normalmente iba y volvía tres veces al día. Al mismo tiempo, efectuaba pequeños recados como comprar tabaco o cerveza a los obreros. Y también ayudaba a descargar los camiones de ladrillo. Incluso entre mis obligaciones estaba limpiar la perrera con zotal.

En general y salvo excepciones, el trato del personal era despótico. A pesar de las llagas de las manos y el agotamiento físico, yo aguantaba por una cuestión de dignidad. No decía nada en casa y me levantaba todos los días a las seis y media de la mañana para coger el autobús que nos llevaba al trabajo, del que todavía recuerdo su olor a humanidad.

Un día sofocante de agosto, tras volver de la fuente, un albañil subido a un andamio me conminó de forma despectiva a volver al pueblo para comprarle tabaco. Pegué un salto, me encaramé sobre las tablas, le cogí el cuello con mis manos y le dije que, a la próxima, no viviría para contarlo. Desde entonces, se acabaron las bromas y la gente empezó a pedirme las cosas por favor.

No recuerdo exactamente lo que ganaba como pinche de obra, pero creo que me daban en un sobre marrón unas 300 pesetas a la semana, que hoy serían menos de dos euros. Por aquella cifra, me dejaba la piel.

Yo creía que mi experiencia de aquel verano era ya algo pretérito y que jamás podría repetirse en esta España del siglo XXI, pero me equivocaba. Ahora el Banco de España propone que se pueda contratar a jóvenes por menos del salario mínimo establecido, que es de 640 euros. Pienso que si Luis Linde y los tecnócratas del Banco de España hubieran trabajado en aquella obra de Agromán no se habrían atrevido a formular esta propuesta. Pero uno de los problemas de este país es que las elites de poder no tienen ni idea de lo que es ganarse el pan con el sudor de la frente.